La envidia de los dioses...

Primera Parte.

Antes de que el mundo fuese poblado por ningún ser mortal, antes de que el tiempo existiese, antes de que incluso la vida fuese vida, existió un ser de exuberante perfección. Su mirada curaría las enfermedades que no habían sido concebidas, y su sola presencia bastaría para darle al mundo una razón para rodar. No tenía principio ni fin, y ni los mismos dioses conocían su origen, si es que lo tenía. Pero algo era seguro; ellos le envidiaban.
Aquellos seres inmortales con pretensiones delirantes crearon el mundo y, antes de terminarlo, ya estaba ahí aquel ser. Carecía de familia, de cuerpo y de alma, pero estaba ahí.
Los dioses notaron su presencia envidiando por lo bajo su perfección, intentando desterrarlo de lugares en que nunca había estado, pero de los que no pensaba marchar. Si la tierra hubiese sido poblada por el enigmático personaje, el planeta nunca habría sufrido de guerras con la llegada del hombre, pero el hombre no habría llegado jamás.
El mar se sonrojaba cuando se sentaba al filo de las playas a admirar las aguas azules que reflejaban el albor del cielo. La luna y las estrellas se impacientaban durante el día, para cubrir la piel de aquel ser con su dulce luz de plata demasiado inmunda para merecer aquel placer.
Carecía género, no era hombre ni mujer, así como tampoco tenía nombre, pero entre susurros y sollozos al azar, lo etiquetaron con el más infame de los eufemismos, y lo comenzaron a llamar… «Amor».
Los dioses crearon el tiempo, la vida y la muerte, intentando superar la perfección de aquel ser, pero ni ellos mismos llegaban siquiera a rozar la briza que dejaba al pasar. Durante la noche más obscura de la historia, envueltos en un denso mar de celos y rencor, decidieron que aquello debía acabar, y uno a uno se unió al plan que daría fin al «Amor».
-¡Perfecto solo un dios! –exclamó el dios del trueno, haciendo crujir los cielos.
Con la llegada de uno de los primeros albas de la tierra, dieron rienda suelta al designio establecido, y corrieron al acecho. El dios de los aires se tornó en una densa mancha negra que obscurecía el día, y con la más fría de las brizas sujetó al misterioso ser tan fuerte como pudo. El dios del canto, hizo lo propio con tanta ira como se lo permitía su divinidad y le adormeció hasta entrar en un infinito éxtasis. La diosa de la belleza se aprovechó, y acarició el rostro del ser hasta casi adoptar su imagen por completo, y alcanzó la perfección exterior más grande que podría lograr jamás. Uno a uno le desvistió de sus dones con eterna vergüenza, y lo tomó para sí mismo. La luna sollozaba inmóvil desde el cielo al ver la tragedia. El mar lloró tanto que sus aguas nunca supieron igual desde entonces, adoptando el triste sabor salino con el que moriría hasta el fin de los tiempos, sabiendo que aquel ser no se sentaría jamás a apreciar su belleza.
Inmóvil, extasiado y débil se encontró el «Amor» cuando el más terrible de los dioses hizo acto de presencia; el dios de la paz y de la guerra. Aquel, el promotor principal del plan, no quería nada para sí mismo más que la destrucción de aquel ser. Se posó frente a él con la más agria de las sonrisas, desenvainó su espada, y lenta pero placenteramente atravesó la existencia del perfecto, y le dividió en dos, porque entendieron que no podían destruirlo.
Satisfechos todos, llegaron al consenso de que era mejor separar las mitades y enterrarlas en los más obscuros y alejados confines de la tierra, logrando así su cometido. Terminada la maldición, cada uno volvió a lo suyo habiendo alimentando su ego aún más.   


Segunda Parte.

Los instantes, minutos, años y siglos pasaron y los dioses descansaron sin hacer más que transitar por la tierra pretendiendo que habían olvidado aquel obscuro incidente, pero en lo más profundo de su divinidad, los recuerdos del verdadero y antiguo «Amor» les arañaban el alma desde adentro.
Jamás imaginaron el poder del Amor cuando lo separaron en dos. Cada una de las mitades se hundió en las profundidades de la tierra hasta que, con el pasar del tiempo, la cálida luz plateada de la luna y las densas lágrimas que el cielo les regalaba en calidad de lluvia, germinó una pequeña semilla donde antes había tristeza. La tierra fungió como placenta en aquel desconocido acto de gestación en el que cada mitad pasaría a convertirse en un humilde ser condenado a la faena infinita de buscar a su otra mitad. El primer hombre y la primera mujer nació de cada mitad del ser sin origen ni fin, sin nombre ni familia.
Eran ignorantes de la vida, de su origen y de su trascendencia, pero por instinto, por dolor o por alguna razón insustancial desconocida, comenzaron a rondar la tierra en busca de algo que les faltaba, sin saber el cómo o el porqué, pero sabiendo inconscientemente que harían temblar a los mismísimos dioses.
La luna les arrullaba por las noches, trabajando en camaradería con el mar, quienes les escondían de la vista de los dioses, y los guiaban ingenuamente hasta la otra mitad, planeando el retorno del abismo de aquel mágico ser.
Una noche al azar, mientras los dioses se emborrachaban en los cielos bebiéndose las estrellas, atragantándose con su propio egocentrismo y ambición, las mitades por fin se encontraron en una playa cualquiera. Sin haberlo planeado, sin saberlo ellos mismos, se vieron a los ojos y sintieron el primer cosquilleo que se siente en la espina dorsal cuando se rozan los sueños. Sintieron tanta atracción como su pálido hipotálamo les permitía con cada impulso eléctrico que su cerebro mortal emitía. Sin saberlo, habían roto la maldición, y para cuando los dioses se encontraron con la triste realidad, ya no podían hacer nada.
Aquella misma noche, y todas las que le siguieron, los dos seres se unieron arropados por las olas del mar salino que luchaba por rozarles la piel, bajo la luz de metal que la luna les regalaba, riéndose de los dioses y de su impotencia, uniéndose como lo fueron en un principio; siendo uno solo, sin final ni inauguración, como todo verdadero amor.
Para cumplir con las tradiciones mitad divinas mitad del mundo, se buscaron un nombre para ser recordados. Adán, se hizo llamar él. Eva, prefirió ella.
Del fruto de la unión nació un tercero, y otro más, y sin así planearlo los dioses, del ser del que tanta envidia sentían, se pobló la tierra. Hombres y mujeres se esparcieron por el planeta por los siglos y milenios, hasta que, entre guerras y tragedias, dejaron atrás su origen, y olvidaron que provenían del Amor.


Y.A.A.S.

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No te amé.

No hubo en mí alguna verdad,
solo mentí, solo quise jugar,  
ni las sonrisas, ni la falsa paz,
nada... solo el silencio al marchar.

Ni las estrellas,
ni las rosas al azar,
solo el esperma,
lujuria y nada más.

No te amé...
ser quien lo dice,
y no quien lo escucha,
seria ideal.

Solo jugué...
ser quien lo gana,
y no quien se muere,
sería soñar.

Ni los viajes a la luna,
ni el dibujo en el mar,
ni los besos en burbujas,
ni el espacio sideral.

«No te amé»... me susurraste sin más.
que diferente, sería yo en tu lugar.
otras palabras te hubiese regalado...
«Si te amé», quizá.

Y.A.A.S.

Secreto

Casi va a amanecer
no paro de soñar
con volverla a ver,
quizá su voz oir...

Sé que no sabe de mí,
que no dejo de amar,
su forma de reir,
su forma de llorar.

Una hoja de testigo,
y un lápiz me acompañan,
mi corazón escribe
con lágrimas sin gracia.

Este es un amor secreto,
solo sabe de él mi corazón,
que cuenta a la luna y al sol,
llorando por este dolor.

Y aunque nunca la tendré,
el amor sigue creciendo,
dando vueltas en el tiempo,
vagando con mi soledad.

Nadar en su piel,
perderme en su mirada,
es lo que soñaba con hacer,
si el tiempo se pausara.

Su imagen en mi mente,
su ser en mi existir,
son solo sueños,
con los que voy a vivir.

Pero sé que en mis sueños,
sus labios y los míos,
juntos bailarán,
al ritmo del amor.

Y.A.A.S.