Primera Parte.
El retorno del amor.
Previo al final del principio,
cuando la luna tenía luz propia, las noches eran largas y los días fríos, y la
tierra era habitada aún por la segunda generación del hombre, una mujer sin
nombre dio a luz a un niño a quien llamó «Helios». Era descendiente directo del
amor y había heredado su bendición y su castigo; su ser estaba dividido en dos,
condenado a buscar la otra mitad para la que fue concebido.
No esperaba el majestuoso pero
retorcido destino que le esperaba. Había nacido para la gloria, y por la gloria
viviría hasta el último día de la tierra.
Helios creció en el campo con dos
hermanas y sus padres. El tiempo lo bendijo con la belleza de la tierra, la
fuerza de un volcán y la furia del mar. Su padre había sido uno de los primeros
hombres en trabajar la tierra, y él había aprendido también. Fue precisamente
descansando en sus dominios cuando descubrió por fin la otra mitad de su alma.
Apenas tenía 17 años, pero su corazón tenía la edad del mundo. La noche era
fría, pero iluminada. Helios alzó el rostro y vislumbro la luz de la Luna, que
abrazaba cada rincón del planeta. Su corazón se precipitó y sonrió nervioso en
sus adentros, temerosos de que lo que veía fuese irreal. Lo peor le había
sucedido; se había enamorado de la Luna.
Fue aquella la primera noche en
que Helios no durmió un segundo. Luego, con cada crepúsculo se precipitaba a la
soledad y sonreía viendo cada cráter de la Luna modelarle desde lo alto. El
amanecer era la peor parte de sus días. Vivía por la noche, y moría con el
alba. Durante la ausencia de la Luna, solo pensaba como enamorarla también, como
alcanzarle, rozarle, o simplemente, no dejar de mirarle jamás. En alguna
ocasión, supo que cantarle al astro y este le regaló mil sonrisas en su luna creciente.
Un día Helios no lo soportó, tomó
sus cosas y huyó de su hogar en busca del cerro que le disminuyera el cenit que
le separaba de su amada. Así un día frío encontró el monte más alto del
planeta, al oriente del hemisferio norte de la tierra. Ahí le esperaba con
parsimonia al final de cada día, viviendo feliz mientras durara la noche. Con
el tiempo aconteció lo inevitable, y la Luna le abrió su corazón, sucediendo
así lo inimaginable; la Luna, infinita, se había enamorado de un simple hombre
mortal. Los días eran cada vez más cortos pues aquel satélite se apresuraba a
rodear la tierra, para ver a su amado.
La Luna, envuelta en esa euforia
necia que engendra el amor, cometió una noche la mayor locura de su ser; tomó
la luz que había heredado de los dioses y se la entregó al mortal, como prueba
de su infinito y sincero amor. Helios, el mortal, incapaz de creer lo que
poseía en sus manos, extirpó su corazón y se lo entrego al astro. El pobrecillo
pensaba que el obsequio era de similar valor. Así la tierra, el mar y las
estrellas volvieron a presenciar como regresaba aquel mágico ser llamado
«Amor», con su locura y su belleza afiliada.
Segunda Parte.
El retorno de
los dioses.
Helios y aquel enigmático Astro
gozaron de los placeres de la existencia tanto como duró su locura, que
ciertamente, era infinita. Pero la Luna, en su alma, sabía que pronto tendrían
que costear el pago de su felicidad, aunque sea cual fuese el precio, sabía que
valía la pena.
Fue el dios del viento quien les
descubrió, convirtiéndose en tempestad al instante que voló a narrarle al dios
de la paz y de la guerra lo que había visto. En aquel instante aquella deidad
destructora enfureció y fue más dios de la guerra que de la paz. Temeroso de
ver resurgir aquel ser misterioso ser que él mismo había dividido en dos, al
«Amor», y celoso de saber que no podría amar jamás, invocó a su ejército e hizo
acto de presencia en aquel monte de más de ocho mil metros de altura, donde la
tierra se acercaba a la Luna.
— ¿Qué has hecho, Luna cualquiera?
—Tronó su voz, haciendo que cada hombre que le escuchara temblara de miedo, y
el cielo escupiera relámpagos a cada palabra— ¡Has despreciado el regalo que te
hemos dado, otorgándolo a este miserable hombre mortal!
Helios y la Luna temblaron bajo la
ira del falso dios. El mortal se puso en pie tomando valor sin saber de dónde,
e intentó encarar a aquella deidad.
—No nos castigue, su divinidad
—rogó Helios— somos simples ingenuos, más le pido que nos permita permanecer
para lo que fuimos hechos. Y para no hacer hereje nuestra unión, solicito más
bien su misericordia, y me sustraiga el don de la muerte. Así no seré más un mortal
que atentó contra los dioses, y tampoco seremos separados de nuestro destino.
El dios de la guerra y de la paz
gruñó con ira, desenvainando su espada al instante.
—Se lo pido —solicitó Helios,
colocándose de rodillas ante el dios— le entregaré mi alma, si es necesario.
El dios rió.
—Tu alma no vale nada para mí,
humano. Pero te convertiré en inmortal, como has solicitado.
Helios sonrió feliz, imaginando la
eternidad al lado de su amada.
— ¡Serás condenado! —Gritó el dios—
lo que has solicitado será tu castigo. Estarás condenado a vivir eternamente
separado de la Luna, sin poder alcanzarla jamás. Y tú, Luna traicionera y
hereje —vociferó, señalando a la luna— ya no tendrás el don de la luz, pues la
haz rechazado para siempre.
Aquella falsa deidad elevó su arma
de hierro sagrado y con un fuerte impulso golpeó sobre el pecho del mortal. Su
cuerpo se fundió con la luz de la Luna, que atesoraba donde antes estaba su
corazón, y comenzó a arder en llamas. Se elevó a los cielos y gracias a su
contextura agresiva como humano, al momento se sufrir la metamorfosis a
inmortal, se transformó en un glorioso astro de fuego que iluminaba los
confines del universo.
Desde el cielo, Helios podía ver
cada rincón de la tierra. Su luz llegaba hasta la Luna y de nuevo, sin
desearlo, el amor les había dado otra lección a los dioses.
Así, Helios perseguía a la Luna
por la eternidad, regalándole la luz que él un día recibió de ella, y de vez en
vez, cuando el destino se ponía blando, se lograban alcanzar y hacían el amor
en lo alto del cielo, formando cortísimos besos en eclipse.
Con el tiempo, los hombres
asignaron uno tras otro eufemismo al mortal que se volvió luz. Se le llegó a
llamar Solís, y cierto imperio
bautizó el séptimo día de la semana en su honor, como se le conoce hasta el día
de hoy. A los dioses falsos, en cambio, los habían arrojado al obscuro abismo
del olvido, y de nuevo, el amor verdadero demostró ser inmortal.
Y.A.A.S.
El Recolector de Palabras.
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