La
noche que el cielo bajó a la tierra.
Gabriel
era un joven de 21 años con el alma de un niño, ingenuo. No creía en cosas
absurdas como San Nicolás, pero peor aún, creía en cosas más candorosas como el
«Amor», o más irrazonable aún, llegó a creer que aún había hombres buenos en el
mundo. Pobrecillo.
Una
noche sin importancia, durante el mes de junio de 1969, aquel empleado de una
famosa compañía bananera de El Progreso, Yoro, tomó su mayor tesoro terrenal,
su guitarra, y se fue al más oculto rincón de su alma, sin salir de su casa. Subió
hasta el techo, bajo la luz desnuda de la luna y un par de ojos color miel que
le miraban desde el cielo sin él saberlo. Tomó la guitarra entre sus manos y
comenzó a acariciar los trastes del mágico instrumento con las yemas de los
dedos. Conocía la melodía mejor de lo que conocía su pasado; él la había
compuesto para el amor de su vida.
Gabriel
aprovechó la inspiración, y el hecho de que el hastío del trabajo lo había
abandonado, para escribir algo nuevo. Tomó una hoja en blanco, un lápiz y sus
sentimientos, y comenzó a escribir. «El Hombre que encontró la felicidad», decía
el encabezado de la página. Después de 23 tachones y el doble de borrones,
Gabriel había alcanzado su objetivo; se había desahogado sobre un trozo de
papel, su acompañante de turno, y había depositado ahí todas las lágrimas que
no lloró. «Mi pañuelo», acostumbraba a llamar Gabriel a las hojas que
sacrificaban su existencia para conservar su llanto hecho palabras, «Mi pañuelo
de alegrías y tristezas».
Cuando
el día claudicó por completo ante la noche, Gabriel soltó su llanto y su
guitarra, y se recostó sobre las láminas de asbesto de su techo. Por el cielo
que cubría El Progreso se dejaba deslizar un ejército de nubes negras que casi envolvían
la luna. Aquello era de tan exquisito placer como la mejor de las drogas. El
andar de las nubes le hacía creer que volaba, y él se dejaba llevar. Se olvidó
de las preocupaciones y de la vida, simplemente concentrándose en nada más que
respirar. Después de casi una treintena de minutos en el nirvana, el joven
progreseño casi había caído dormido, cuando sucedió otra de las peripecias de
su vida; un leve crujido le estremeció el sistema auditivo, proveniente de la
misma escalera por la que él había subido un rato atrás.
-Maldito
gato –pensó, acordándose de la mascota de doña Cecilia, su vecina.
No
había terminado de maldecir al felino, cuando otro crujido, más fuerte, hizo
despertarle de súbito del ensimismamiento en que se hallaba. Volteó hacía el
filo del techo preparado para atacar a patadas al animal que fuese, cuando lo
que se encontró le arrebató un suspiro. Era algo que esperaba, que deseaba,
pero que nunca pensó que en realidad sucedería; Poli, la inspiración de sus
sonrisas, de sus canciones y de su llanto, subía la escalera con delicadeza y
se dirigía hasta él con una sonrisa estampada en los labios.
-Que
bien que hayas venido… -soltó Gabriel, parsimonioso, intentando esconder los suspiros-
te he extrañado mucho…
-Yo
lo sé, yo te he extrañado el doble –contestó la musa, mientras se recostaba
junto a su amante y le abrazaba, posando su rostro sobre el pecho del
progreseño- vine a ver las estrellas contigo…
Un
infinito instante de silencio inundo el ambiente y ambos sonrieron para sus
adentros.
-Es
muy duro vivir sin ti –comentó el muchacho.
-Lo
sé, pero créeme, es más duro verte así.
-¿Así?
-Sí,
así, sin ser feliz, teniendo tantas razones para serlo.
-Ya
quiero que todo acabe –contestó Gabriel- volver a reunirme contigo.
-Ya
pasará, pero no apresures las cosas… yo aún, aún te amo.
Aquella
frase era todo lo que Gabriel quería escuchar. Volteó al cielo en busca de la
más hermosa estrella, para admirarla, pero luego comprendió que estaba en su
regazo. Pasó otro siglo, o quizá un minuto, antes de que alguno de los dos
asesinara el silencio.
Poli
fue la valiente.
-Debo
irme… -declaró.
-Lo
sé…
Poli
se inclinó hasta rozar la frente de Gabriel con sus dulces labios con sabor a
las nubes del cielo. Se puso en pie, y se alejó con parsimonia de su amigo y su
amante, hasta llegar cerca de donde estaba la escalera. Dio media vuelta y le
regaló lo mejor de la noche: una última sonrisa. Fue entonces cuando el
muchacho miró de soslayo la mano de la joven y se encontró con una pequeña
prenda purpura que brillaba bajo el manto plateado de la noche.
-La
pulsera –dijo el progreseño- aún la usas.
Poli
alzó la muñeca y sonrió al encontrarse delatada.
-Te
la dejaré –susurró- para que me recuerdes hasta que volvamos a encontrarnos.
La
joven, con la sonrisa más sincera y una lágrima asomando en su mirar, se quitó
la pulsera de tela purpura y la colocó cerca del filo del techo. Gabriel apenas
reaccionó con lo que parecía una expresión intentando imitar una sonrisa.
-¿Te
veré pronto?
-Con
cada respirar –contestó Poli, descendiendo y marchándose como llegó; en
silencio pero dejando marca.
Gabriel
sonrió y de nuevo volteó a las estrellas, aquellas infinitas amigas que le
acompañaban en las noches de locura solitaria. La luna le miraba desde el cielo
y parecía sonreírle. El progreseño cerró los ojos e inhalo con fuerza, como si
necesitara de aquella noche mágica para doparse. Con la boconada de aire llegó
la lluvia, y una gruesa gota de agua golpeó en la frente de Gabriel cual si
fuera un balazo que le hizo vibrar hasta el último de los nervio. El joven
despertó de súbito y se sentó de golpe. El pecho acelerado parecía querer
escapar por su boca, y sus manos iban y venían nerviosas. Como todo lo bueno en
la vida de Gabriel, no había sido más que un sueño.
-Maldita
sea… -susurró.
El
joven tomó su guitarra y a regañadientes caminó hasta el filo del techo. El
sueño, tan maravilloso como aterrador, había sido más suplicio que placer. Dio
media vuelta y comenzó a descender con el instrumento a sus espaldas, hasta que
vislumbró un pedazo de tela reflejando la mirada del cielo. Lo tomó entre sus
manos y sintió el alma escaparse en un respiro. Era la pulsera purpura que
tanto recordaba de Poli, la misma que ella le dejó en sus sueños, aquella que
él mismo colocó en sus manos antes de sepultar su cuerpo en un cajón de madera
demasiado pequeño para su grandeza. La que él le había regalado en vida, y que
estaba seguro se había llevado con la muerte.
El
joven progreseño alzó la vista al cielo y pronunció sus palabras intentando
soñar que su amada Poli le escuchaba.
-Aquel
día… aquel día los dos perdimos la vida –sollozó- espérame, solo tengo que
respirar unos años más y, cuando la muerte me alcance, correré a reunirme
contigo. Añoro la muerte porque es el único camino que me lleva a ti.
Y.A.A.S.
El Recolector de Palabras.
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