La despedida

Ha llegado la hora, amor,
La hora de cerrar mis ojos,
Más no la de dejar de verte,
Porque los ojos del alma,
No los cierra la muerte.

Solo si vives, viviré, inmortal seré,
Y mientras duermas, ahí estaré,
Seré el protector de tu calma,
Tu atrapasueños será mi alma.

Solo moriré si me olvidas,
O si se te borra la sonrisa,
Que si mis memorias te perturban,
Con gusto asesinaré mi recuerdo,
De tu corazón lo soplaría.

Se feliz, pues ese es mi cielo,
Mi paraíso son nuestros recuerdos.
Prometo envejecer de tu mano
Mi alma flotará a tu lado,
Y si Dios me lo permite,
Te escribiré de vez en cuando.
Mis cartas serán tus sueños,
Tu compañía será mi canto.

No prometo visitarte algún día,
Pues de tu lado jamás me marcharía.
Aunque no me veas, ahí estaré,
Seré el pañuelo de tu llanto,
Y el eco de tu sonrisa.

Seré la brisa que te acaricie,
La nube que te cubra en el día,
La lluvia que rose tu superficie,
Seré la misma mierda que pises,
Si es necesario para seguirte.

Hoy las leyes de los hombres,
Mi muerte obligan,
Pero mañana la ley de Dios,
Me hará justicia.


Y.A.A.S.
El Recolector de Palabras.



Las Peripecias de un Borracho.

No sé si vivo para beber,
O bebo para vivir,
Pero si el aire fuese licor,
Tendría para vivir otra razón.

El sol y su manía de huir,
Me advirtió que la vida,
Se tiene que vivir.

La luna y su forma de reír,
Me enseñó que la noche
Se hizo para ser feliz.

Por eso no paro de beber,
Solo en los lagos del alcohol,
Soy quien quiero ser.

Mi mejor amiga es una cerveza,
No me abandona ni en tiempos sin certeza.
Y un verdadero hombre sabe amar,
Un buen trago, y una mujer.

Y aunque nunca puedo ser feliz,
Mi sueño en la vida, es morir,
Morir en un trago de licor,
Y en una copa de vino, vivir.

Y si el alcohol se volviese fuego,
Hasta el mismo infierno bajaría,
Para compartir unas copas con el diablo,
Y hasta a la muerte embriagaría.

Que si el destino quiso mi vida en obscuridad,
Quizá fue para una fiesta cantar,
Mi vida una cantina será.


Y.A.A.S.
El Recolector de Palabras.


Cadena de Sonrisas

Maldita parafernalia del amor,
Que su sonrisa causa la tuya,
Y la tuya es razón de la mía.

Malditas manías del amor,
Que solo soy feliz,
Si él te hace reír.

Maldigo que su felicidad
Te cause a ti,
Lo que la tuya me hace a mí.

Mataría la vida, moriría por amor,
Lo que sea daría, por ser yo la razón,
Por ser yo, origen de tu corazón,
Y no de tus sobras, el recolector.

Las migajas de tu tiempo,
Las estelas de tu amor,
El residuo de tu ser, bastaría,
Para alegrar mi corazón.

Pero le agradezco a Dios,
Que te haga soñar, que te haga feliz,
Al fin y al cabo, solo así logro reír.

Maldita cadena de sonrisas,
Me tocó ser, el último eslabón.


Y.A.A.S.
El Recolector de Palabras.



Algún lugar en ningún lado...

Hay en el mundo un lugar
Que ningún hombre, jamás,
Ha visitado, ni lo hará.

Pero llegaré,
A donde nadie ha ido, iré.
Andaré sobre los colmillos del diablo,
Caminaré sobre los vientos mortales,
De ser necesario, moriré.

Con mi frío quemaré los mares,
Una Aurora Boreal fabricaré.
Lucharé con el mismo Hades,
Si es preciso, otro mundo construiré,
Pero llegaré.

Mi lucha será a muerte,
Y si no logro alcanzarlo,
El haberlo intentado,
Será suficiente.

Tu corazón alcanzaré,
Así reviva la muerte,
Si el destino mi enemigo se vuelve,
Aunque las lágrimas me quemen el alma,
Lo alcanzaré.

Viviré entre tus recuerdos,
Tus sentimientos serán mi abrigo,
Y de frío jamás sufriré.
El protector de tus besos,
Ese seré.

Tu corazón alcanzaré,
Aunque pierda mi alma en el camino,
Aunque mi vida carezca de sentido,
Pero lo alcanzaré.

Donde nadie ha estado, viviré.
No sé cómo ni cuándo,
Pero tu corazón alcanzaré.



La noche en que el hombre conoció a su peor enemigo

Era una noche fría y acuosa, triste. El cielo se desquebrajaba a trozos y caía sobre la tierra. Las nubes se partían en relámpagos que golpeaban el suelo con la ira de Dios. Un agresivo ejército de agua atacaba desde el cielo y moría en un asalto kamikaze contra el mundo. La luna lloraba desconsolada al ver el sol derramarse sobre el planeta entero, y el mar se alejaba con tristeza de la orilla. El tiempo se había vuelto loco, y la locura parecía normal. Era la última noche del hombre.
La casa del hombre quedaba en lo alto de la última colina viva. Estaba cercada y resguardada, ajena a la realidad que asechaba toda vida. Descansaba dentro del pequeño rincón que llamaba hogar, sin ver que su hogar llegaba hasta donde la vista pudiera, pero que estaba a punto de arder en llamas, al igual que toda su familia.
La paz de aquel hogar fue interrumpida por un desconocido, un mágico ser que tocó a la puerta de la casa del hombre. Parecía un anciano, vestía prendas desgarradas, exento de calzado y de sonrisas. Una incisiva mirada era su saludo, y la soledad su andar. Llevaba el cabello enmarañado, el rostro demacrado y el corazón roto. Cada molécula de su ser entrañaba tristeza y lástima.
-¿A quién busca? –preguntó el hombre con aspereza, contrariado al ser extraído de su descanso. Impasible.
-A ti –contestó el vagabundo. Su voz era arenosa y seca.
-¿Quién eres?
-¿No me reconoces? Era de esperarse… soy tú. Soy el precio de tu felicidad. El costo que tienes que pagar para sonreír es mi tristeza. Mi enfermedad es lo que vale tu salud.
El hombre, más abrumado y menos inmutable, se desquebrajó por dentro. El vagabundo dio media vuelta y comenzó a andar a paso lento sin pronunciar una palabra. Envuelto en el sortilegio de la visita y como si hubiese un acuerdo tácito entre aquel par, el hombre comenzó a seguirle un paso detrás.
-Por tener tu pequeño rincón, has vendido el mundo entero –comentó el vagabundo- y mira ahora lo que has hecho.
El anciano señaló a su alrededor y hasta entonces el hombre se detuvo a observar lo que pasaba en su entorno. Los animales más salvajes corrían a esconderse de los fragmentos de cielo que caían sin piedad. Las aguas de los ríos, las lagunas y los lagos, que antes eran tranquilas, se abalanzaban por los aires intentando alcanzar su presa. Los árboles levantaban sus raíces de los suelos y estas se tornaron en garras. Una lluvia ácida se tornó cuerpo y afilaba una espada. La noche apenas empezaba.
-¿Qué es lo que pasa? –preguntó el hombre.
-Se revelan, van en busca de su presa.
-¿Su presa…? –susurró, temeroso de conocer la respuesta.
-Tú, yo, todos.
Un lago contaminado, la tierra de una mina explotada y una nube de polución se alzaron en armas y señalaron a donde estaba el hombre.
-¡Allá! –gritaron, el eco de su ira retumbó hasta en el último rincón del planeta moribundo. Una playa con petróleo derramado volteó, le miró, y se alzaba también con furia.
-¿Yo  hice esto? –preguntó el hombre.
-Hasta el último de los males.
Un ejército de algas proliferadas corría con furia. La Justicia se hizo hombre y dirigía cada ser y sus armas. El Amor tomó forma, pero hasta él odió al hombre. La Avaricia se hizo presente, y tenía exactamente la misma apariencia del hombre. Todos iban a por él.
La tierra infértil, se alzó frente a él y le habló con ira.
-Venimos a juzgarte.
El hombre, sumiso ahora, asintió con temor. Un árbol moribundo le ató a las espaldas, mientras el vagabundo simplemente observaba retirado con lágrimas en el alma, envuelto en la mayor de las tristezas.
Una pantera, un león, una ardilla y un halcón, destruyeron el hogar del hombre, el último lugar de la tierra que se mantenía en pie.
La justicia se posó frente a él y le escupió a la cara. A sus espaldas le seguía una ballena triste, una nube de smog y un zorro sin piel. Todos los seres a los que el hombre les había arrebatado la vida, hacían fila para ver el juicio.
-¿No te bastaba tu propia piel? –preguntó el zorro.
El hombre lloró.
-Yo soy tu –dijo el vagabundo desde un lado, ignorado por todos. El hombre volteó hacia él y sollozó, arrepentido por lo que había hecho, pero como cada que uno se arrepiente, ya era tarde.
-Soy tú, tú eres yo –continuó- tú nos hiciste esto, te lo hiciste a ti mismo, pobrecillo.
El hombre alzó la vista y vio como cada uno se arrinconaba para tomar su granito de venganza. La capa de ozono, el último miembro de una raza en peligro de extinción y una nutria que había perdido a sus crías, todos alzaban sus puños y sus armas para vengar el planeta. Entonces el hombre lo comprendió todo, aquella noche, la última de sus noches, conoció a su peor enemigo, y entendió que era el mismo. Él se había matado a sí mismo, había destruido su hogar y a su familia, y ahora se estaba matando a él. Volvió la vista hacia el anciano y lo comprendió todo; en verdad era él, él se había convertido a sí mismo en una víctima, se había tratado como a algo y no como a alguien. Se había asesinado lenta y dolorosamente.
Aquella noche, la noche en que el hombre entendió que había sido él mismo su peor enemigo, era la última noche de la tiranía del hombre, y al alba, sería el primer día en que la tierra descansaría.

Y.A.A.S.
El Recolector de Palabras.

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Las Anécdotas de Gabriel (2/∞)

Triste realidad.

Gabriel abrió sus ojos muy lentamente. Estaba en alguna habitación, cerca de ningún lugar, y no tenía memoria de cómo había acabado ahí. Intentó resonar, y entonces se dio cuenta que no tenía ni recuerdos, ni siquiera memorias de haber vivido jamás.  Un incisivo manto de obscuridad abrazaba la estancia, y el joven no podía ver ni su propia mano. Se parecía tanto a la historia de su vida, esa que no recordaba.
Sus pupilas tardaron un instante de más en acostumbrarse a la negrura, cuando divisó una densa luz blanca alumbrar desde el fondo. Entonces comprendió que no estaba en una habitación, era más bien un pasillo, un obscuro pasillo angosto.
Intentó gritar, pero había olvidado como gesticular una palabra, y estas habían optado por escapar de su boca en silencio. No sentía sus piernas, pero comenzó a caminar. Se acercaba con cada paso hacia la luz. El motor que lo empujaba podía ser la curiosidad, el temor, o la tradición popular de seguir la luz al final del camino, pero lo que fuese, no podía saberlo, porque no sentía nada. No sentía nada más que la ansiedad de haber olvidado algo, de haber perdido algo, pero no recordaba el qué. Intentó tocar las paredes de aquel pasillo pero la obscuridad se tragaba su mano y un agrio escalofrío le recorría los nervios que creía muertos.
Con cada paso aquella luz se tornaba más brillante y lo cegaba el doble. Debía tapar su vista con su palma para no dañar las últimas gotas de vida que tenía en los ojos. Estando un poco cerca divisó algo al centro de la luz blanca, era el contraste de una persona, de pie delante de él. La luz alumbraba a las espaldas de aquel enigmático sujeto. Entonces fue cuando el temor arropó el alma del joven y prefirió correr. Necesitó estar más cerca para diferenciar que, la persona al final de camino, era una mujer. La silueta se le hacía conocida en su mente y en su corazón, pero no le reconoció. Exprimió cada suspiro de fuerzas que le quedaba en el alma y apresuró el paso. Fue hasta que mató suficiente distancia cuando reconoció perfectamente aquella silueta a contraluz… aquella alma. Se detuvo de golpe de la impresión y su corazón comenzó a brincar tan fuerte como podría hacerlo. Intentó gritar de nuevo, pero apenas un aullido escapó de su boca.
-Poli… -susurró.
Entonces la memoria, los recuerdos y el sentimiento le llegaron de golpe. La muchacha, sonriente hasta el final, extendió su brazo derecho con la intención de entrelazar sus manos, como lo habían hecho ya con sus almas. Gabriel comenzó a andar a paso lento. Estaba nervioso, aturdido y contrariado. Sonreía y sus ojos gritaban lágrimas de felicidad. Extrañaba tanto el sabor de su piel, de su aroma, de su presencia, de su sola existencia. Se impacientó y comenzó a andar más rápido.
Cuando Gabriel estuvo a unos pasos de ella, extendió también su brazo y sonrió aún más al recordar el sabor de su piel rozando la de su amada. Cuando estuvo a tan solo un suspiro de unirse para siempre, cuando tan solo les separaba un átomo de distancia, entonces el joven comprendió donde estaba, recordó quien era, como había llegado ahí, y que de hecho ya había vivido todo aquello. Luego, con el corazón abrumado… despertó.


Y.A.A.S.
El Recolector de Palabras.

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Ni en mil poemas de amor.

Ni la belleza, o la razón,
Ni los recuerdos del corazón.
Ni la existencia del mundo entero,
Ni en mil poemas de amor.

No bastarían mil idiomas
Para cantar esta canción.
No ajustaría la luna azul,
Para tanta inspiración.

No es suficiente el mar salino,
Para estas lágrimas de excitación.
Ni con mi vida expresaría,
Ni en mil poemas de amor.

Ni con guerras podría callar
Lo que grita mi corazón.
No, no ajustaría Napoleón,
Ni su ejército vencedor.

Porque más allá de la muerte,
Vive el suplicio de no verte.
Y donde habita la vida,
Muero, al no tenerte.

Podría robarme al mundo,
Podría alquilarte el sol,
Pero ni juntándolo a la luna
Expresaré lo que sintió
Mi alma, mis sueños y mi color,
Al rozar con mis ojos, tu voz.

No, no son suficientes
Mil poemas de amor,
Ni los tesoros que no tengo,
Mucho menos, bastaría mi corazón.

Lo gritaría en silencio,
Mentiría con la verdad,
Pero lo que por vos siento,
No podría explicar,
No... ni en mil poemas de amor.


Y.A.A.S.
El Recolector de Palabras.

El Dolor de existir

Ya no puedo aguantar,
Ya no quiero fingir,
Tengo que gritar,
Que no quiero vivir.

Si no hubiera nacido,
No hubiera decidido,
Ni el bien, ni el mal,
No me tendrían que juzgar.

Yo sé que al final,
La vida es una prueba,
Para saber dónde descansará
Tu alma en la eternidad.

Pero que pasaría,
Si no desearía,
Ni subir, ni bajar,
Solamente dejar de sentir
El dolor de existir.

Siempre suelo imaginar
Como seria el mudo sin mi existir,
No sé si sería mejor,
Pero perdería un gran dolor;
El dolor de existir.

Muchos temen a la muerte,
Yo temo vivir.
Y si la vida me lleva a la muerte,
Por que temer a la muerte,
Si es parte de mí.

Desearía no sentir
El dolor de existir.
Ya no puedo fingir
Que me gusta vivir.

Dejar de sentir…

El dolor de existir.

Las Anécdotas de Gabriel (1/∞)

La noche que el cielo bajó a la tierra.

Gabriel era un joven de 21 años con el alma de un niño, ingenuo. No creía en cosas absurdas como San Nicolás, pero peor aún, creía en cosas más candorosas como el «Amor», o más irrazonable aún, llegó a creer que aún había hombres buenos en el mundo. Pobrecillo.
Una noche sin importancia, durante el mes de junio de 1969, aquel empleado de una famosa compañía bananera de El Progreso, Yoro, tomó su mayor tesoro terrenal, su guitarra, y se fue al más oculto rincón de su alma, sin salir de su casa. Subió hasta el techo, bajo la luz desnuda de la luna y un par de ojos color miel que le miraban desde el cielo sin él saberlo. Tomó la guitarra entre sus manos y comenzó a acariciar los trastes del mágico instrumento con las yemas de los dedos. Conocía la melodía mejor de lo que conocía su pasado; él la había compuesto para el amor de su vida.
Gabriel aprovechó la inspiración, y el hecho de que el hastío del trabajo lo había abandonado, para escribir algo nuevo. Tomó una hoja en blanco, un lápiz y sus sentimientos, y comenzó a escribir. «El Hombre que encontró la felicidad», decía el encabezado de la página. Después de 23 tachones y el doble de borrones, Gabriel había alcanzado su objetivo; se había desahogado sobre un trozo de papel, su acompañante de turno, y había depositado ahí todas las lágrimas que no lloró. «Mi pañuelo», acostumbraba a llamar Gabriel a las hojas que sacrificaban su existencia para conservar su llanto hecho palabras, «Mi pañuelo de alegrías y tristezas».
Cuando el día claudicó por completo ante la noche, Gabriel soltó su llanto y su guitarra, y se recostó sobre las láminas de asbesto de su techo. Por el cielo que cubría El Progreso se dejaba deslizar un ejército de nubes negras que casi envolvían la luna. Aquello era de tan exquisito placer como la mejor de las drogas. El andar de las nubes le hacía creer que volaba, y él se dejaba llevar. Se olvidó de las preocupaciones y de la vida, simplemente concentrándose en nada más que respirar. Después de casi una treintena de minutos en el nirvana, el joven progreseño casi había caído dormido, cuando sucedió otra de las peripecias de su vida; un leve crujido le estremeció el sistema auditivo, proveniente de la misma escalera por la que él había subido un rato atrás.
-Maldito gato –pensó, acordándose de la mascota de doña Cecilia, su vecina.
No había terminado de maldecir al felino, cuando otro crujido, más fuerte, hizo despertarle de súbito del ensimismamiento en que se hallaba. Volteó hacía el filo del techo preparado para atacar a patadas al animal que fuese, cuando lo que se encontró le arrebató un suspiro. Era algo que esperaba, que deseaba, pero que nunca pensó que en realidad sucedería; Poli, la inspiración de sus sonrisas, de sus canciones y de su llanto, subía la escalera con delicadeza y se dirigía hasta él con una sonrisa estampada en los labios.
-Que bien que hayas venido… -soltó Gabriel, parsimonioso, intentando esconder los suspiros- te he extrañado mucho…
-Yo lo sé, yo te he extrañado el doble –contestó la musa, mientras se recostaba junto a su amante y le abrazaba, posando su rostro sobre el pecho del progreseño- vine a ver las estrellas contigo…
Un infinito instante de silencio inundo el ambiente y ambos sonrieron para sus adentros.
-Es muy duro vivir sin ti –comentó el muchacho.
-Lo sé, pero créeme, es más duro verte así.
-¿Así?
-Sí, así, sin ser feliz, teniendo tantas razones para serlo.
-Ya quiero que todo acabe –contestó Gabriel- volver a reunirme contigo.
-Ya pasará, pero no apresures las cosas… yo aún, aún te amo.
Aquella frase era todo lo que Gabriel quería escuchar. Volteó al cielo en busca de la más hermosa estrella, para admirarla, pero luego comprendió que estaba en su regazo. Pasó otro siglo, o quizá un minuto, antes de que alguno de los dos asesinara el silencio.
Poli fue la valiente.
-Debo irme… -declaró.
-Lo sé…
Poli se inclinó hasta rozar la frente de Gabriel con sus dulces labios con sabor a las nubes del cielo. Se puso en pie, y se alejó con parsimonia de su amigo y su amante, hasta llegar cerca de donde estaba la escalera. Dio media vuelta y le regaló lo mejor de la noche: una última sonrisa. Fue entonces cuando el muchacho miró de soslayo la mano de la joven y se encontró con una pequeña prenda purpura que brillaba bajo el manto plateado de la noche.
-La pulsera –dijo el progreseño- aún la usas.
Poli alzó la muñeca y sonrió al encontrarse delatada.
-Te la dejaré –susurró- para que me recuerdes hasta que volvamos a encontrarnos.
La joven, con la sonrisa más sincera y una lágrima asomando en su mirar, se quitó la pulsera de tela purpura y la colocó cerca del filo del techo. Gabriel apenas reaccionó con lo que parecía una expresión intentando imitar una sonrisa.
-¿Te veré pronto?
-Con cada respirar –contestó Poli, descendiendo y marchándose como llegó; en silencio pero dejando marca.
Gabriel sonrió y de nuevo volteó a las estrellas, aquellas infinitas amigas que le acompañaban en las noches de locura solitaria. La luna le miraba desde el cielo y parecía sonreírle. El progreseño cerró los ojos e inhalo con fuerza, como si necesitara de aquella noche mágica para doparse. Con la boconada de aire llegó la lluvia, y una gruesa gota de agua golpeó en la frente de Gabriel cual si fuera un balazo que le hizo vibrar hasta el último de los nervio. El joven despertó de súbito y se sentó de golpe. El pecho acelerado parecía querer escapar por su boca, y sus manos iban y venían nerviosas. Como todo lo bueno en la vida de Gabriel, no había sido más que un sueño.
-Maldita sea… -susurró.
El joven tomó su guitarra y a regañadientes caminó hasta el filo del techo. El sueño, tan maravilloso como aterrador, había sido más suplicio que placer. Dio media vuelta y comenzó a descender con el instrumento a sus espaldas, hasta que vislumbró un pedazo de tela reflejando la mirada del cielo. Lo tomó entre sus manos y sintió el alma escaparse en un respiro. Era la pulsera purpura que tanto recordaba de Poli, la misma que ella le dejó en sus sueños, aquella que él mismo colocó en sus manos antes de sepultar su cuerpo en un cajón de madera demasiado pequeño para su grandeza. La que él le había regalado en vida, y que estaba seguro se había llevado con la muerte.
El joven progreseño alzó la vista al cielo y pronunció sus palabras intentando soñar que su amada Poli le escuchaba.
-Aquel día… aquel día los dos perdimos la vida –sollozó- espérame, solo tengo que respirar unos años más y, cuando la muerte me alcance, correré a reunirme contigo. Añoro la muerte porque es el único camino que me lleva a ti.

  
Y.A.A.S.
El Recolector de Palabras.


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